Hoy estamos quizá en el momento
de mayor desigualdad económica en la historia de nuestra especie; tristemente
no es clara la ruta para revertir este deplorable fenómeno.
Claro, la indignante inequidad en
la distribución de riqueza alrededor del mundo no es algo nuevo.
Todos nosotros hemos crecido, en
mayor o menor medida, con esta conciencia. Pero aunque esta afirmación parezca
solo el eco de un discurso, tan constante como estático, lo cierto es que este
fenómeno no puede dejar de denunciarse –mucho menos cuando, con el paso de las
décadas, en lugar de matizarse se intensifica.
Más allá de indicadores
abstractos que confirman que los que más tienen, cada vez acumulan mayores
riquezas, mientras que los más desfavorecidos parecen condenados a jamás migrar
fuera de esta condición, las consecuencias de esta dinámica terminan por
permear la realidad cotidiana de millones de personas. Aparentemente se trata
de un modelo, el que rige actualmente las finanzas y los mercados, diseñado
para diluir cualquier posibilidad de transformarlo –así lo sugieren las decenas
de revoluciones fallidas, los sistemas filantrópicos orientados a aligerar las
consecuencias pero no a cambiar las bases, etc.
El imparable crecimiento de la
desigualdad
En todo caso, este año se hizo
público un reporte de Oxfam titulado “The Cost of Inequality: How Wealth and
Income Extremes Hurt Us All“ (El costo de la desigualdad: sobre cómo
la riqueza extrema nos afecta a todos). El estudio indica que, a pesar de
múltiples campañas y denuncias –por lo visto poco o nada efectivas al
momento de determinar la realidad actual–, los niveles de desigualdad han
crecido en los últimos veinte años.
Para dimensionar lo nefasto del
modelo económico que nos rige, podríamos enlistar decenas de ejemplos, aquí
algunos:
De acuerdo con Oxfam, con solo
una cuarta parte de las fortunas oficiales que acumulan los cien hombres
más ricos del planeta, aproximadamente 240 mil millones de dólares, bastaría
para sacar de la pobreza a la población mundial que vive en estas condiciones.
Actualmente se produce alimento para 12,000 millones de personas,
lo suficiente para alimentar a casi dos poblaciones mundiales. Sin embargo, el
15% de los habitantes (cerca de mil millones), hoy sufre hambre.
Los 3 mil millones de habitantes
más castigados, es decir poco más del 40% de la población, disponen tan solo
del 1% de la riqueza que circula en el planeta.
Según un informe de la ONU,
publicado en 2005, en países como Estados Unidos, el 1% de los habitantes mejor
acomodados, controlan más recursos que el 95% de las personas menos favorecidas
(mientras que, según se supo recientemente, en México el 1.2% dispone del 43% de la riqueza).
Barbara Stocking, una ejecutiva
de Oxfam, advirtió en declaraciones retomadas por el sitio Alternet, que el actual escenario de desigualdad es:
“Económicamente ineficiente,
políticamente corrosivo, socialmente divisorio y medioambientalmente
destructivo. Ya no podemos seguir pretendiendo que la creación de riqueza para
unos pocos inevitablemente terminará beneficiando a los muchos –de hecho
generalmente sucede lo contrario”
La situación es aún peor de lo
que muestran las cifras oficiales
Un factor interesante, las
enormes sumas de dinero que los más acaudalados mantienen fuera del margen
oficial, sugiere que en realidad las cifras son mucho más crudas. Hace un año
James Henry, ex economista de la firma McKinsey, publicó un reporte sobre los paraísos fiscales. De acuerdo con el documento, se calcula que hay
entre $21,000 mdd y $32 billones (millones de millones), a salvo del monitoreo
fiscal, y que son propiedad, precisamente, de los principales multimillonarios.
La razón es simple: no quieren ver sus desbordantes fortunas rasuradas por las
exigencias fiscales impuestas por los gobiernos de los distintos países en los
que operan. Algo que resulta aún más dañino si el modelo supuestamente
perseguido por los gobernantes, es que la riqueza de los mejor acomodados
eventualmente se derrame a los estratos bajos de la población a través de los
impuestos:
“La desigualdad es grande, mucho
peor de lo que muestran las estadísticas oficiales, pero los políticos aún
parecen confiar en que la riqueza se filtrará a los pobres. Esta información
demuestra que ha ocurrido exactamente lo opuesto: durante las últimas tres
décadas una enorme cantidad de dinero se ha vertido al margen de las
obligaciones fiscales, en cuentas propiedad de una diminuta porción de
súper-ricos”.
De acuerdo con Henry, si en
los cálculos se considerara esta riqueza “no-oficial”, entonces notaríamos que
la mitad de a riqueza en el mundo es controlada no por el 1% de la población,
sino por el 0.001%.
Dinero = Poder
Pero en si el problema no radica
solo en la desigual distribución de riqueza, también, y quizá aún más nocivo,
en la repartición del poder. En su libro”Superclass: The Global Power Elite and
the World They Are Making“, David Rothkopf ubica a seis mil personajes dentro
de un grupo que denomina la “súper-clase”. El común denominador entre estos
individuos es la notable influencia que ejercen sobre los rubros más relevantes
de la realidad social: tanto en las finanzas como en la cultura, en la política
y lo militar, en las artes y los medios, etc. En pocas palabras, este pequeño
grupo define en buena medida el rumbo de la vida de más de siete mil millones
de personas.
De acuerdo a lo anterior, podemos
contemplar un tablero de juego en el que las corporaciones, y los individuos
detrás de ellas, tienen aún mayor peso que los propios gobiernos, instituciones
que supuestamente son las que deberían de estar pujando por rediseñar el modelo
que nos tiene en la situación actual. De hecho muchas corporaciones tienen
mayores recursos que la gran mayoría de las naciones. El año pasado se emitió
un reporte llamado “Corporate Clout Distributed: The Influence of the World’s Largest 100
Economic Entities” a partir del cual
podemos determinar que de las 150 entidades económicamente más poderosas, el
58% son corporaciones y el resto gobiernos –por ejemplo, Wal-Mart ocupa el
puesto 25, superando el PIB de 171 países.
¿Una solución?
Luego de un breve repaso por las
voraces estepas de la inequidad, concluimos el recorrido ante un poco alentador
escenario: la desigualdad crece –quizá es más intensa que nunca en la
historia–, y el poder para revertir o re-programar el modelo que anima esta
situación está hoy en manos, precisamente, de aquellos que mayores beneficios
obtienen de la actual situación. Como rutas de salida podríamos imaginar una
poco probable concientización de la elite, que en algún momento, relativamente
pronto, se dé cuenta que aún sin amenazar su infinita comodidad, la riqueza
podría estar mucho mejor distribuida. Otra opción sería que los gobiernos, los
cuales actualmente parecen estar plácidamente sometidos ante los intereses de
la élite, hicieran valer su papel como una fuerza que equilibrara el tablero de
juego, opción que, por cierto, tampoco parece al menos a corto plazo, viable.
Finalmente viene la tercer ruta, una que depende de nosotros, la población,
aquellos que evidentemente no estamos incluidos en ese 1% –y menos en el
0.001%.
El problema es que para influir
de forma determinante en el escenario, tendríamos que sincronizar esfuerzos
alrededor de una iniciativa que poco tiene que ver con el activismo
tradicional, o las revoluciones del siglo XX –la mayoría de las cuales fueron
eventualmente acomodadas en el sistema original. Supongo que el reto es aún
mucho más profundo y demanda replantear individualmente la manera en la que nos
auto-percibimos, y en la que procesamos nuestra realidad: con los hábitos, las
relaciones, los principios, y razonamientos que la rigen. A partir de esta
transformación cuyas particularidades son aún vagas para mi, y de su posterior
vitalización, entonces creo que podríamos dar vida a un pulso suficiente para
trastocar la actual estructura.
¿Alguna propuesta?
Twitter del autor: @paradoxeparadis